De niña, mi abuela Isabel solía cantarnos, a la hora de ir a la cama, una vieja cantinela popular que decía a ritmo tenebroso: «Estos eran unos niños que no se querían dormir/ la abuelita se enfadaba y les decía así:/ «A dormir, a callar, mira niño que viene el Coco y te va a llevar»… La canción describía horriblemente a aquel ser oscuro y temible, para terminar diciendo: «He aquí, la cuestión es que yo no veía al Coco por ningún rincón»
Aquella canción popular que a nosotros -a mis hermanos y a mí- nos parecía un juego, cumplía, sin embargo, un sin fin de funciones: Nos presentaba la necesidad de irnos a dormir a una hora razonable, lo cual era beneficioso para nuestra edad; pero sobre todo, nos introducía en el mundo interior de los miedos, y de la culpa que siempre subyace tras de ellos. El Coco amenazaba el incumplimiento de nuestros deberes, que podría traducirse en castigo y, más concretamente, en ese castigo despiadado que es la propia culpa: «sentirse malo, mala». Un monstruo que nos acecha siempre y del que cuesta deshacerse aún en la edad adulta, pues al igual que la Maga Morgana, tiene la habilidad de disfrazarse de infinitas formas para sembrar la congoja en nuestro subconsciente. La última retahíla: «… es que yo no veía al Coco por ningún rincón» suponía una enorme liberación en nuestras conciencias (consciencias), y acogíamos el fastidioso asunto de cepillado de dientes y apagado de luz del cuarto, con otro… talante. Cualquier cosa se hace con mejor humor si sabes que el no hacerla tampoco te va a suponer un reproche insoportable.
En las lecturas que se tienen presentes en las celebraciones católicas del día de hoy, aparece el tema de «la ira de Dios» muy claramente, en la frase que Juan, el bautista, espeta a los que vienen a quejarse de la competencia «desleal» que le está haciendo Jesús. «El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él»(Jn, 3, 36). Y a mí se me ha venido enseguida la idea de mi abuela cantando la canción del Coco.
No porque me parezca trivial la frase, sino más bien por todo lo contrario. Creo que viene a recoger el sentimiento ancestral que mi abuela abordaba con su canción. Liberarse de la culpa está a la mano de cualquiera. El caso es no temerla, no autocastigarnos con «cocos interiores» que nos fustigan haciéndonos sentir «malos», merecedores de los más despiadados castigos. Da la casualidad de que ese «Hijo» en el que según el bautista deberíamos creer, es el que va a desprestigiar esa «ira de Dios», asegurando que lo propio de Dios es perdonar hasta setenta veces siete, por decir un número a boleo… o sea, siempre. Es como si Juan nos trajera las primeras estrofas de la cantinela de mi abuela («mira niño, que viene el Coco y te va a llevar»), para que Jesús (que por cierto, era su primo unos meses más pequeño), viniera a liberarnos: «… es que yo no veía al Coco por nigún rincón». Es decir, si confías más en la capacidad de perdón que guardas en tu interior, si eres más benévola contigo misma, tendrás siempre esa Vida Eterna, mucho más gozosa que todos los Eurodisneys, pues se trata de saberte eterno desde ya, o sea, feliz con tus aciertos y tus meteduras de cuezo.
Me alegra descubrir que esta sabiduría confluye tanto en la cancioncilla tradicional en los labios de una abuela, como en los textos evangélicos. Y en ambos casos, de una forma tan sencillamente simbólica.